Autor: Carlos Higuera Serrano
julio 21, 2016

No siempre el notario lleva a cabo su trabajo en la notaría. En ocasiones uno de los firmantes ha tenido un pequeño accidente doméstico, ha enfermado o no le resulta posible desplazarse a la notaría y es el notario quien se desplaza.

Son las llamadas salidas.

Suelen ser incómodas, parten el ritmo ordinario del despacho, casi siempre inoportunas. Visitas como notario todo tipo de casas y lugares, irrumpes en la intimidad de familias y centros de trabajo,  y compruebas a menudo que Almodóvar y Alex de la Iglesia son meros fedatarios de situaciones y escenarios cotidianos.

Pero no voy a hablar de esas salidas singulares y episódicas en este comentario, sino de  otro tipo de desplazamientos más regulares, periódicos, en los que no suele repararse comúnmente y que forman parte de mis vivencias notariales de mayor intensidad emocional.

Son salidas muy marcadas por la función pública del notario, para posibilitar el ejercicio del derecho a la documentación pública de las decisiones privadas de personas cuando se encuentran en situaciones de apartamiento de la vida social ordinaria, situaciones vitales en que no existe libertad de movimientos, unas veces de forma voluntaria (enclaustradas), otras involuntaria (ingresadas) o, incluso,  contra su propia voluntad (internadas). Pero  aun así, pese al retiro, al apartamiento, la vida social y familiar las reclama, las obliga, las relaciona con el exterior, y  hay derechos que ejercitar, obligaciones que satisfacer, deberes que cumplir; son situaciones en que es el cuerpo de la persona el que se aísla, se recluye, no el espíritu, no la autonomía de la voluntad, no la libertad de decidir.

Parafraseando al notario Javier González Granado (en sus relatos literarios de Formentera), descargan estas personas parte de su conciencia en la escritura que de este modo se desplaza extramuros, soslayando el silencio absoluto, la reclusión de su voluntad, aunque se mantenga la de su cuerpo.

Una mañana en la prisión

Como todos los primeros miércoles de mes desde hace tres años (pues sustituyo la notaría vacante más próxima), después de pasar por la notaría y atender los más madrugadores asuntos de la mañana,  Tere me tiene preparadas en un montón las carpetas de las escrituras a firmar con todas las anotaciones sobre conversaciones telefónicas mantenidas con abogados y familiares, ruegos, fotocopias de pasaportes de variados países (muchas veces con caligrafías incompresibles: árabes, cirílicas, orientales, etc), documentos de identidad, tarjetas de residencia, mensajes… Una vez recorridos los 20 km de autopista, tomo la salida que conduce a la prisión, y en el centro de un inmenso páramo (ancha es Castilla) emerge una gran mole de hormigón en medio de la nada.

Aunque ya son tres años nunca deja de impresionarme la entrada al recinto de la Prisión.

Repito el ritual de acceso: la rigurosa comprobación por los funcionarios de mi autorización para cada visita (Tere, en evitación de frustrantes sorpresas,  ha confirmado unos  días antes,  la autorización previamente solicitada y concedida al notario  para que los presos puedan otorgar sus escrituras, punteando la relación de peticionarios del servicio notarial,  y ha tenido que recordar por teléfono al funcionario de administración -como si fuera la primera vez- la necesidad de que estén a mi disposición el día de la firma los originales de los documentos oficiales de identidad de cada preso, pues nunca nos atiende el mismo funcionario).

La verificación de la autorización para el acceso a la prisión siempre tarda más de 15 minutos en producirse, pues aunque yo ya conozca el procedimiento a seguir los funcionarios –que nunca son los mismos- no aceptan mi colaboración. Obtenido el permiso, acompañado por un funcionario, atravieso el arco de seguridad y, más adelante, una férrea puerta de barrotes que se abre chirriando sobre un rail (que luego se cierra a mi espalda con la misma melodía chillona que se interrumpe con estruendo seco al quedar sellada). Nuevas comprobaciones de mi identidad –siempre en compañía del funcionario que me escolta- antes de acceder a las oficinas, donde siempre falta algún DNI o Pasaporte pese a  que los abogados o familiares habían asegurado, sin asomo de duda, que estarían allí.

Solventados los preliminares administrativos – siempre escoltado por un funcionario-, toca atravesar los inmensos patios de cemento, cerrados por altos pabellones de ladrillo con innumerables ventanas de cuyas rejas cuelgan ropas y botellas de plástico relucientes, donde el eco de nuestros pasos rompe el silencio hueco, hasta llegar al pabellón de los locutorios, unos  para jueces y otros para abogados, según rezan los rótulos,  y que como notario nunca sé cuál escoger.

Acomodado en la cabina  comienza mi trabajo propiamente notarial:  poderes para la  herencia de los padres, para la novación de la hipoteca de la casa familiar, para la separación de bienes, autorizaciones para hijos menores, ratificaciones de otras escrituras y, sobre todo, poderes judiciales. Ante mí, separados por una gruesa luna de cristal, se suceden españoles, magrebíes, europeos,  sud y centro-americanos, eslavos, africanos, asiáticos … la otra globalización. Siempre han sido respetuosos. En casi tres años nunca he tenido ningún problema, suelen ser parcos en palabras y en preguntas, aunque siempre les invito a que me comenten o pregunten lo que quieran.

Firmada la última escritura de la jornada, aviso a mi acompañante custodio, y se repite inversamente el procedimiento de acceso, como en una moviola, sólo que ahora más rápidamente, sin recelos: los patios parecen haberse contraído y el eco extinguido, las puertas de hierro se deslizan más aceleradamente por sus railes (aunque chirrían igual), es suficiente con que deje encima de un mostrador los documentos a devolver, al funcionario del control de entrada le basta observar a distancia mi paso por el arco de seguridad y me autoriza a salir asintiendo con la cabeza, habiendo desaparecido mi acompañante sin formalismos … y obtengo vía libre al aparcamiento. Y de allí a la autopista.

En el viaje de regreso a la notaría siempre vuelven a desfilar por mi cabeza todos los presos a los que he atendido, de algunos sé por sus familiares o por notoriedad el porqué de su estancia entre rejas: camellos, estafadores, ladrones, traficantes, terroristas… Me han atendido, les he explicado, a veces me preguntan  y, generalmente, firman sin excesivos recelos. Sólo a unos pocos he tenido que explicarles cual es mi función (fundamentalmente a extranjeros).

En estas  reflexiones hay algo que siempre me llama la atención: es la primera vez que me han visto en su vida,  llevan padecida la cara más amarga del derecho y, pese a todo, tienen confianza en la escritura y el notario (algunos me dan las gracias).

El hospital, a mediodía

Cuando acudes a los hospitales –preferentemente a mediodía- nunca sabes qué situación te vas a encontrar (dolor, gravedad, resistencia, esperanza…). Los familiares o allegados de los enfermos, ante el infundado temor de que decidas no ir, siempre te dicen que se encuentran en buenas condiciones. Luego las cosas no siempre suelen ser como las han descrito, a veces el enfermo no se encuentra bien, no puede hablar,  o no sabe nada de tu visita y de tu presencia allí. Sin embargo, las más de las veces te esperan y se serenan cuando les sonríes, les preguntas distendidamente cómo se encuentran o les comentas lo luminosa que es la habitación.

Los documentos que se otorgan son normalmente poderes y testamentos; muchos enfermos se quedan muy aliviados cuando los firman, lo que suele producirme una especial satisfacción.

Aunque me he encontrado en situaciones muy dispares, nunca olvidaré el día que al localizar la habitación que me habían indicado leí en un cartel fijado en la puerta PROHIBIDO EL PASO. Al identificarme ante la enfermera y preguntar por el enfermo al que buscaba me entregó sin mayores explicaciones, para que me lo pusiera, un juego de pantalones, camisa, pantalones, gorro, guantes y cubre-calzado de polietileno desechable, junto con una mascarilla.

Tiene que ponerse todo esto para entrar en la habitación– me dijo la enfermera-.

Ante la expresión de mi cara, me tranquilizó diciéndome que no se trataba de una enfermedad peligrosa, que no revestía gravedad, pero que eran órdenes del médico, por precaución. Con la apariencia de un sanitario del Ébola, sin un resquicio que pudiera dejar al descubierto parte alguna de mi cuerpo y algo tenso, entré en aquella habitación. Me alivió que el acompañante de la enferma estaba sin protección alguna. Me tranquilizó que se tratase de una mujer joven, con formación, que comprendía todo perfectamente, pese a las dificultades de las mascarillas.

Salí un tanto impresionado y, como siempre, pensando que nunca sabes qué situación te vas a encontrar cuando vas a un hospital.

Los conventos al atardecer

Uno de los lugares cuya visita me deja más grato recuerdo son los conventos de monjas de clausura (bernardas, clarisas, dominicas, franciscanas, salesas, oblatas…). Por un juego de azares, habitualmente los visito con ocasión de las elecciones parlamentarias, pues siempre hay hermanas (o madres)  que su edad y/o sus dolencias les impiden salir de su clausura para acudir a votar (lo que para ellas es  un deber casi religioso). Suelo ir por las tardes, y suelen coincidir mis visitas (y las elecciones) con los finales de la primavera/ principios de verano: patios, estancias y claustros bañados de luz, silencio, rumores de agua de alguna fuente y mucha paz, amenizada por cantos de pájaros (todo en el aire es pájaro, decía el poeta J. Guillén).

Los notarios somos de los pocos seres autorizados -según sus constituciones- para acceder al interior de la clausura, acto necesario para poder identificar y autorizar los apoderamientos que han de otorgar las religiosas impedidas para ir a votar. Firmados con mucha predisposición  y trascendencia los poderes electorales y avanzada la tarde, antes de la puesta del sol, el sosiego que lo impregna todo me empuja a alargar mi estancia, a quedarme siempre un poco más, a aceptar la hospitalidad que me ofrecen  –y que habitualmente declino-.

Me dejo invadir por la serenidad que desprenden esas paredes de piedra firmes y gruesas, frescas en este tiempo y que imagino tan frías en  invierno. Después de enseñarme el edificio siempre me muestran el huerto, primorosamente cuidado, y a diferencia de los de frailes y monjes, siempre con flores. El encanto se quiebra cuando recuerdas que aún tienes pendiente la firma de una compraventa en la notaría y se acerca la hora.

Habrá que llegar a tiempo al despacho y poder enviar telemáticamente los documentos del día, de los presos, de los enfermos y los religiosos, documentos electrónicos tan inmateriales, tan espirituales, que se remiten como quien envía plegarias al cielo (aunque se quedarán en la nube).

Acerca del autor:

Notario de Salamanca.

Carlos Higuera Serrano – ha escrito posts en NotaríAbierta.


 

 

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