Autor: Francisco José Aranguren Urriza
abril 7, 2016

 

Decía mi maestro en la Universidad de Navarra, don Álvaro D’Ors, que el Derecho es, esencialmente, un idioma. Un idioma creado, a través de los siglos, por eminentes juristas, personas entendidas en el discenimiento de lo justo y lo injusto, a los que la gente acudía en petición de una solución razonada a sus conflictos, que se imponía por razón de su autoridad, antes siquiera de que existieran las leyes y su fuerza coactiva.

Si el Derecho es un idioma, es verdad que sólo llegamos a poseer un idioma en la medida en que lo practicamos, y por ello recomendaba don Álvaro a sus alumnos que hablásemos, entre nosotros, usando sin miedo los términos jurídicos, incluso fuera de clase, en el autobús o tomando algo en el “Faustino”, la cafetería de la Facultad.

Hablar para entendernos: el interlocutor

El prurito de tecnicismo en la utilización del lenguaje jurídico ha sido común entre los buenos profesionales del Derecho. La precisión es, a la vez, una exigencia técnica y un sello que distingue, entre sus compañeros, al jurista sólidamente formado. En Derecho, no da igual usar una palabra que otra, pues estamos hablando de instituciones con siglos de tradición y depuración científica. Aquí todo tiene su significado específico y propio.

Sin embargo, ese lenguaje propio resulta del todo ajeno a las personas que solicitan nuestros servicios como Notarios. Es un lenguaje que impone respeto y de alguna forma distancia y mantiene a raya al que a nosotros se acerca o al que lee nuestros documentos, lo que puede ser cómodo a veces, sin embargo su complejidad dificulta la comunicación y la empatía mutua que ésta requiere si pretendemos conectar emocionalmente con nuestro cliente.

¿Habría pues que vulgarizar nuestro lenguaje? La vulgarización del lenguaje técnico ¿es por el contrario algo negativo?.

¿Es malo el lenguaje vulgar?

Se ha propuesto “modernizar” la jerga jurídica, pero en todo caso la expresión “lenguaje vulgar” tampoco tiene una connotación negativa. Se utiliza para referirse al lenguaje “no jurídico”, lo cual tiene el sentido de deslindar el “lenguaje común” y el técnico, reservando éste para su campo propio. No conviene confundir los ámbitos de uno y otro, porque tenemos que saber a qué nos referimos cuando utilizamos una determinada palabra para podernos entender.

Así, por ejemplo, la palabra matrimonio ya no tiene hoy un sentido unívoco en el lenguaje vulgar y en el jurídico: en éste, designa un régimen jurídico unitario, cualquiera que sea el sexo de los contrayentes.

La modificación del contenido jurídico del término compete al legislador. Sin embargo, es ajeno a él alterar el significado que una palabra tenga en el lenguaje común. En su día se criticó al legislador por “no haber usado otra palabra” a la hora de regular la unión estable entre personas del mismo sexo, excediéndose así de su campo propio y forzando las costuras del idioma. La creación de léxico compete al hablante, a la sociedad, en definitiva, y ésta acaba usando giros distintos para realidades diferentes. Así, empezó a hablarse de “matrimonio homosexual” para referirse al matrimonio entre personas del mismo sexo, cuando lo que el legislador pretendía era, precisamente, unificar un régimen jurídico: el matrimonial (régimen complejo, que comprende normas patrimoniales y sucesorias).

El Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua en sus sucesivas ediciones va acogiendo el uso del idioma, adaptándose a la realidad y no al contrario. Es la realidad la que cambia el significado de las palabras y el Diccionario es un diccionario de uso del idioma. Así, la definición del matrimonio como unión indisoluble de un hombre y una mujer, ha perdido con el tiempo y los usos sociales la connotación de indisolubilidad (reservada ahora al ámbito religioso y sacramental). La de diferencia de sexo permanece en la primera acepción -vulgar- de la palabra en la última edición del Diccionario. Hoy, transcurridos unos años y con la normalización de la unión estable homosexual, parece que el uso cotidiano va consolidado el cambio que el legislador introdujo de manera que, entonces, se consideró forzada.

Tecnología e Imperio

El signo distintivo de la jerga de los juristas ha sido el uso de “latinajos”, como acarreo de la gravitación del Derecho Romano en la formación del Derecho continental y en las enseñanzas jurídicas, desde las escuelas de los glosadores y comentaristas del Digesto de Justiniano. Expresiones como “pacto de contrahendo”, “vacatio legis”, “ad solemnitatem” o “traditio” (y muchas otras), tienen su traducción al castellano pero sin la misma precisión técnica u obligando a un circunloquio (entrega de la posesión con ánimo de transmitir la propiedad).

Sin embargo, como dijo Antonio de Nebrija, la lengua acompaña al Imperio, y hoy el Continente sufre la invasión del ágil e informal Derecho anglosajón, que tan bien se adapta a las necesidades de nuestra cultura líquida y tecnologizada. Hoy los blogs jurídicos se llenan de anglicismos . Una entrada reciente en este mismo blog nos aclaraba algunos de esos términos que nos aturden: los blockchain, los bitcoins, los hash, los finger-tips…Otro idioma para muchos de nosotros.

He recordado la última novela de Milan Kundera (“La fiesta de la insignificancia”), en la que el autor checo reflexiona acerca del hecho de que las personas de distinta edad nos relacionamos desde observatorios muy lejanos y que nuestra comunicación con alguien más joven se parece a una sucesión de monólogos, porque a pocos interesa lo que sucedíó antes de su nacimiento. Este nuevo lenguaje tecnológico es inevitable, pero su proliferación excesiva puede ensanchar todavía más el surco que el tiempo va abriendo necesariamente entre las generaciones. Debemos aprender inglés y usar las nuevas tecnologías, pero no podemos dejar atrás a nadie por el camino.

La única regla para comunicar ha de ser que las palabras que utilicemos tengan un contenido significativo similar para todos los interlocutores.

¿Qué lenguaje debe utilizar el legislador?

A propósito del “lenguaje jurídico”, se publicó el 28 de julio de 2005 una Resolución de la Subsecretaría del Ministerio de la Presidencia, cuya pretensión, loable, es establecer las directrices de técnica normativa en la redacción de textos legales y reglamentarios. En el artículo 101, sobre directrices lingüisticas, se señala que “el destinatario de las normas jurídicas es el ciudadano”, por lo que “deben redactarse en un nivel de lenguaje culto, pero accesible”.

Sigue diciendo el precepto que se recurrirá al empleo de términos técnicos cuando proceda, pero en tal caso “se añadirán descripciones que los aclaren y se utilizarán en todo el documento con igual sentido”.
Sin perjuicio del voluntarismo que encierra la pretensión de enseñar Derecho desde la tribuna del BOE, creo que se desenfoca la cuestión cuando se hace destinatario de la norma al ciudadano. Se olvida que el texto legal es un texto jurídico, llamado a ser interpretado por profesionales del Derecho. La máxima precisión garantiza, en este campo, la coherencia del sistema, previniendo contradicciones y, en definitiva, preservando la seguridad en la aplicación uniforme de las normas.

En otras épocas más que ahora, el tecnicismo ha podido ser percibido como una poderosa arma de clase. Lo mismo que el latín a los curas, la jerga jurídica separaba a los letrados del resto de la población y los situaba en una altura superior, tanto más cómoda cuanto inaccesible. De ahí que hoy se venda como una conquista democrática la depuración de términos jurídicos en las normas legales. En el fondo, quizás late un prejuicio contra el lenguaje jurídico, como el producto oscurantista de un gremio o casta. Se malicia del tecnicismo jurídico, como factor de desigualdad en las relaciones del ciudadano de a pié con los grandes operadores y sus equipos jurídicos.

Sin embargo, la protección del ciudadano no está tanto en la vulgarización del lenguaje, como en la labor preventiva de los profesionales.

Los Notarios estamos para entender a los usuarios de nuestros servicios y debemos hacernos entender por ellos. Es su voluntad, debidamente asesorada, la que debemos traducir en términos jurídicos. Nuestro acierto o desacierto se juega en esa comunicación que plasma en el documento público.

Hablar de forma no vulgar ¿Genera desconfianza?

No hay porqué desconfiar del lenguaje jurídico. El Derecho es, en última instancia, una creación social y una verdadera conquista cultural. Una herencia de siglos de experiencia en la resolución de conflictos, encomendada, desde antiguo a expertos (los “jusrisprudentes”), que no son sino miembros de esa misma sociedad en la que están llamados a prestar sus servicios.

El buen profesional debe acercar la justicia al usuario y ello le es exigible, ejerciendo para ello esa labor pedagógica que todo buen asesoramiento requiere. Pero no conviene que, so pretexto de claridad, disminuya la altura técnica de las normas ni de los documentos notariales. Ello sólo puede suponer un aumento de litigios, en perjuicio de la paz social, lo cual a nadie beneficia, y menos a quienes tienen una menor capacidad tienen para soportar los costes que cualquier pleito conlleva.

FRANCISCO JOSE ARANGUREN URRIZA
Notario de Sevilla

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Francisco José Aranguren Urriza – ha escrito posts en NotaríAbierta.


 

 

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